¿Merecemos estar delgadas? Mounjaro, estatus y la trampa de la meritocracia

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Eva González Mariscal

Construyo proyectos digitales y exploro la intersección entre educación, psicología y derecho. Como investigadora, me interesa crear narrativas que conecten la tecnología con el pensamiento crítico y la transformación social.

Siempre he pensado mucho en el cuerpo, pero nunca desde el mismo lugar.

En mi adolescencia tenía un cuerpo que la sociedad consideraba perfecto: buenas curvas, piel clara, rubia, con una figura que llamaba la atención. La directora del instituto de mi hijo, una mujer inteligente, culta y feminista, me dijo un día algo que me dejó pensando:

«¿Cuánto daño te han hecho para que ahora estés así?»

No era un juicio, ni una crítica. Era una observación llena de perspicacia. Porque ella, a diferencia de mucha gente, entendía que el cuerpo no solo cambia por elecciones personales, sino por las cicatrices invisibles que la vida nos deja.

Tenía razón.

Las veces que he engordado en mi vida no han sido por descuido ni por falta de voluntad. Han sido respuestas a heridas emocionales. Cuando sufrí ansiedad, cuando sentí que mi vida se desmoronaba, cuando el dolor me sobrepasaba, mi forma de calmarlo fue a través de la comida.

Hasta mi embarazo y mi posparto, nunca había vivido lo que realmente es estar gorda. Nunca había sentido el peso de la mirada ajena en el supermercado, en una entrevista de trabajo o en una reunión familiar. Nunca había sido ‘la gorda’ en una sociedad que te trata diferente si lo eres.

Después de mi separación, adelgacé sin buscarlo. El estrés y la ansiedad me cerraron el apetito. Y ahí volví a ver cómo el mundo responde de manera distinta cuando tu cuerpo cambia. De repente, las puertas sociales volvían a abrirse. No porque yo hubiera cambiado como persona, sino porque mi cuerpo volvía a encajar en el molde.

Entre subir y bajar de peso, puedo decir que tengo un ‘currículum de gorda’ de unos 10 o 12 años. Suficiente para saber que el cuerpo es mucho más que biología: es un marcador de estatus.

Cuando el cuerpo es una tarjeta de presentación

Cuando era más joven, la gente me veía y asumía cosas sobre mí antes incluso de que abriera la boca. Era ‘la chica guapa’, la que tenía buenas curvas, la que recibía miradas de admiración o envidia según quién las lanzara. No importaba si tenía un mal día, si me sentía insegura, si tenía problemas en casa o si estaba agotada. Lo único que importaba era que mi cuerpo entraba en la categoría de ‘atractiva’.

A veces, ni siquiera necesitaba esforzarme para caer bien. La sociedad nos trata mejor cuando cumplimos con el estándar. Si estaba en un grupo nuevo, rápidamente me hacían sitio. Si entraba en una tienda, la gente me sonreía. Si me arreglaba un poco más, se me abrían puertas sin que tuviera que hacer preguntas.

Y sin embargo, eso nunca me protegió del todo. Porque siempre hay algo con lo que atacar a una mujer que no se ajusta al papel que esperan de ella.

Cuando aún no tenía estudios universitarios finalizados, porque fui la típica «millenial» que se dedicó a la tecnología con la idolización de Steve Jobs, abandoné, ese era el ataque. «No tienes carrera.» «No eres nadie.» «Eres una ignorante.»

Cuando empecé a ganar dinero, «No lo has ganado por ti misma.» «Seguro que lo has conseguido por tu padre.» «No lo mereces.»

Y cuando ya no quedaba nada más que señalar, cuando mis estudios eran impecables, cuando mi trabajo hablaba por sí solo y mi vida profesional y personal era más sólida que la de muchas de ellas, se aferraron a lo único que les quedaba: mi cuerpo.

Los insultos sobre mi cuerpo no surgieron porque hubiera cambiado. Siempre estuvieron ahí.

Siempre hubo mujeres que necesitaron compararse conmigo. Algunas fueron antiguas amigas. Otras, ex parejas de mi marido o parejas de mi ex. En algún momento, nos habíamos cruzado en la vida con educación, con respeto, incluso con cierta cordialidad forzada. Pero cuando ya no pudieron atacarme con nada más, encontraron en mi peso su última munición.

No importaba que mi cuerpo hubiera sido el mismo durante años. En su mente, que yo existiera con este cuerpo era imperdonable.

Durante años, recibí insultos constantes sobre mi físico. Me dedicaron publicaciones y videos en redes sociales enteras, burlándose, comentando cada kilo de más como si fuera un fracaso moral, como si haber engordado invalidara mis logros, como si mi vida entera pudiera reducirse a una cifra en la báscula.

Y lo más irónico es que al menos dos de estas mujeres habían sido bulímicas. Habían librado su propia batalla contra la comida y la imagen corporal, pero en lugar de usar esa experiencia para entender el daño que estaban causando, la usaban como un arma.

Ese era su entretenimiento. Su desahogo. Su medida de triunfo.

Si hubiera sido una mujer sumisa, frágil, pidiendo disculpas por existir, tal vez me habrían dejado en paz. Pero cada vez que lograba algo, cada vez que superaba un obstáculo, su necesidad de reducirme crecía.

No se trataba de mí. Se trataba de ellas.

Porque yo seguía avanzando.
Porque sus insultos no me detenían.
Porque, aunque intentaron hacerme dudar de mi valor, yo nunca lo perdí.

Pero lo que más me hizo reflexionar fue una pregunta que me hice un día, después de leer uno de esos ataques absurdos en redes.

¿Y si nunca hubiera engordado?

¿Seguirían odiándome igual? ¿Seguirían inventando excusas para despreciarme?

Sí. Porque el problema nunca fue mi peso. El problema fue que nunca fui pequeña. Ni físicamente, ni mentalmente. Nunca fui una mujer que se encogiera, que se hiciera más chiquita para que otras brillaran.

Y la sociedad no perdona a las mujeres grandes, en ningún sentido.

Porque si eres atractiva, serás una amenaza.
Si eres inteligente, serás una arrogante.
Si eres fuerte, serás una desagradable.
Si eres visible, serás un blanco.

La pregunta no es por qué me atacaron. La pregunta es por qué creyeron que podían hacerlo.

Y ahí está la respuesta: porque vivimos en una sociedad donde las mujeres aprenden a compararse entre sí, a medirse, a buscar diferencias para marcar territorio.

No nos enseñan a admirarnos. Nos enseñan a competir.

No nos enseñan a aliarnos. Nos enseñan a esperar la caída de la otra.

Pero algunas no caemos.

Algunas aprendemos a mirar más allá del ruido, a entender que los insultos no dicen nada sobre nosotras, pero dicen mucho sobre quien los lanza.

Y algunas, cuando nos cansamos de que hablen de nuestros cuerpos, tomamos la palabra y hablamos por nosotras mismas.

Porque nadie más va a contar nuestra historia como nosotras queremos que se cuente.

Pero hay algo que ahora me pregunto constantemente. ¿Qué pasará cuando mi cuerpo cambie?

Cuando el motivo de su burla desaparezca, cuando ya no puedan señalar mi peso como argumento para reducirme, cuando mi imagen encaje, al menos en parte, dentro de lo que siempre quisieron que no encajara.

Porque si todo lo que tenían contra mí era mi cuerpo, si lo usaron como un arma hasta desgastarla, ¿qué les quedará cuando ya no puedan usarlo?

Tengo una hipótesis.

No van a desaparecer. Van a mutar.

El insulto ya no será el cuerpo, sino el método. Mounjaro se convertirá en el nuevo campo de batalla.

Imagino las conversaciones en sus cabezas, la reestructuración del discurso. Si antes la idea era que mi cuerpo era una prueba de «fracaso», ahora se adaptará a la narrativa de moda sobre este medicamento.

«Sí, ha adelgazado, pero con trampa.»
«Claro, con Mounjaro cualquiera.»
«No ha cambiado sus hábitos, es una solución artificial.»
«Eso no es mérito, es química.»

Lo sé porque ya lo viví con mis estudios.

Cuando empecé a estudiar, la narrativa era clara: «No va a poder.»
Cuando vieron que avanzaba, inventaron que usaba capturas de grupos de alumnos para simular que estudiaba.
Cuando terminé con una nota excelente, no pudieron negarlo más. Pero tampoco lo reconocieron.

No importaba que estudiara en una universidad pública de las más exigentes. No importaba que aprobara con notas brillantes. Siempre encontraron una forma de deslegitimarlo.

Hasta el día de la orla.

Porque ahí estaba. Con mi título, con mi esfuerzo hecho tangible en una fotografía oficial. No hubo manera de evitarlo. No pudieron seguir diciendo que no había estudiado cuando ya estaba titulada. Pero entonces, simplemente, cambiaron de tema.

Con Mounjaro ocurrirá lo mismo.

No podrán negar el cambio físico, igual que no pudieron negar mis títulos.
Pero dirán que «no cuenta».
Que «no lo hice de verdad».
Que «no me lo gané».

Porque en esta sociedad, el esfuerzo es la única justificación aceptable para el éxito.

Si se sufre, si se padece, si hay desgaste, entonces eres válido.
Si no, si la solución parece demasiado sencilla, entonces no mereces reconocimiento.

Lo veo claramente: el peso nunca fue la verdadera cuestión. El verdadero objetivo es mantenerme en una posición que puedan despreciar. Si antes me insultaban por no encajar en la norma, ahora dirán que encajo «sin merecerlo».

Y el discurso social sobre Mounjaro les da la coartada perfecta.

Es el mismo discurso que ya está instalado en los medios y en las redes:

  • Que quienes lo usan no tienen fuerza de voluntad.
  • Que es el atajo de los perezosos.
  • Que es la «solución fácil».
  • Que solo sirve para quienes «fallaron» en el método tradicional.
  • Que quien adelgaza con Mounjaro no lo hizo realmente, lo hizo la inyección.

Exactamente igual que con mis estudios.

  • Cuando no tenía carrera, el insulto era que no estudiaba.
  • Cuando la tenía, el insulto era que había hecho trampas.
  • Cuando terminé con buenas notas, simplemente dejaron de hablar del tema.

El patrón se repite.

Por eso sé que, cuando mi cuerpo cambie, su discurso no será «¡qué bien lo has hecho!»
Será «claro, con Mounjaro cualquiera.»

Porque la gente como yo no recibe validación.
Solo recibe nuevas formas de ser cuestionada.

La meritocracia delgada: ¿realmente ‘te lo has ganado’?

Nos han vendido la idea de que el cuerpo es una cuestión de esfuerzo.

Que si comes bien y haces ejercicio, estarás delgado.
Que si no lo consigues, es porque no te has esforzado lo suficiente.
Que si pierdes peso, ‘te lo has ganado’.

Pero la realidad es otra.

Yo he adelgazado por muchas razones:

  • Por genética (durante mi adolescencia y juventud nunca tuve que hacer esfuerzo).
  • Por maternidad (subí de peso en el embarazo y posparto).
  • Por estrés (perdí kilos sin querer durante mi separación).
  • Y ahora, por Mounjaro.

Y aquí viene lo curioso: ahora que estoy perdiendo peso con un fármaco, la gente asume que es ‘trampa’. Como si el único adelgazamiento válido fuera el que implica sufrimiento.

Cuando el cuerpo cambia, la gente también cambia

Desde que empecé a usar Mounjaro, he recibido comentarios de todo tipo.

Una conocida en el colegio me dijo el otro día:
«Te veo distinta, ¿estás haciendo algo?»

Le conté que estaba con Mounjaro y su respuesta fue inmediata:
«Bueno, pero seguro que estás poniendo de tu parte, ¿no?»

Como si tomar un medicamento no fuera suficiente esfuerzo. Como si solo contara si hay sacrificio, hambre, ejercicio extremo.

Lo mismo le pasó a mi prima Irene. Perdió peso por una enfermedad, sin hacer dieta, sin ‘intentarlo’. ¿Y qué le decían? «¡Qué guapa estás! ¡Menuda fuerza de voluntad!»
Ella se reía y respondía: «No ha sido fuerza de voluntad, ha sido una enfermedad.»
Pero a la gente le daba igual. Querían seguir creyendo que era mérito suyo. Porque nos han enseñado que el cuerpo no solo es salud, es moralidad.

Desde la perspectiva de la teoría de la justificación del sistema (Jost & Banaji, 1994), las personas tienden a creer que el mundo es justo y que los resultados que obtenemos son consecuencia directa de nuestras acciones. Esta creencia en un mundo meritocrático hace que la delgadez sea vista no solo como un estado físico, sino como una recompensa moral.

Si alguien está delgado, se asume que se lo ha «ganado». Que ha trabajado duro, que ha tenido disciplina. La delgadez no es simplemente un hecho biológico: se interpreta como un indicador de virtud.

Pero cuando el cuerpo cambia sin pasar por el sufrimiento —como en el caso de Irene con su enfermedad, o en el mío con Mounjaro— la narrativa se rompe.

El psicólogo Paul Rozin (1999) estudió el fenómeno de la «contaminación moral»: la idea de que ciertos atajos o mecanismos «artificiales» ensucian los logros. En este caso, perder peso con un medicamento se percibe como menos legítimo porque desafía la lógica del sacrificio. Si cualquiera pudiera ser delgado sin esfuerzo, ¿qué pasa con el valor social de quienes lo lograron sufriendo?

Por eso, el discurso sobre Mounjaro no es solo científico, sino ideológico. Ataca una de las bases del pensamiento meritocrático: la idea de que todo logro debe ser resultado de esfuerzo personal.

El sociólogo Pierre Bourdieu (1984) introdujo el concepto de capital corporal, explicando que el cuerpo es un activo que se intercambia dentro de la sociedad para obtener reconocimiento y estatus. Un cuerpo delgado, saludable y normativo otorga ventajas simbólicas y materiales: mejor trato en el ámbito laboral, mayor atractivo en relaciones interpersonales, incluso credibilidad en espacios de autoridad.

Cuando alguien pierde peso mediante métodos «tradicionales» (dieta, ejercicio, disciplina), su transformación refuerza el sistema: se premia su sacrificio con validación social.

Pero cuando la transformación ocurre sin la mediación del sufrimiento, ese capital corporal se vuelve problemático. Rompe el equilibrio de la competición.

Aquí entra en juego lo que Bourdieu llamaría distinción social: las personas que han internalizado que la delgadez se obtiene «con esfuerzo» necesitan seguir diferenciándose de quienes la han obtenido «sin esfuerzo». Porque si la delgadez es accesible para todos, pierde su valor como marcador de estatus.

Por eso, los comentarios sobre Mounjaro no son solo sobre salud, sino sobre justicia simbólica.

  • «Te veo distinta, ¿estás haciendo algo?»
    → Se busca confirmar que el cambio es legítimo.
  • «Bueno, pero seguro que estás poniendo de tu parte, ¿no?»
    → Si no hay sacrificio, el cambio es sospechoso.
  • «¡Qué guapa estás! ¡Menuda fuerza de voluntad!»
    → Se asume que el cuerpo refleja mérito, aunque el cambio no haya sido voluntario.

El rechazo a métodos como Mounjaro no es nuevo. En el siglo XX, la resistencia al uso de analgésicos en el parto tenía un trasfondo similar: el dolor se consideraba parte esencial del proceso, y quienes usaban fármacos eran vistas como «tramposas» (Martin, 1987).

Hoy ocurre lo mismo con la pérdida de peso. Si la sociedad ha construido la delgadez como símbolo de esfuerzo, cualquier método que lo haga accesible sin sufrimiento es percibido como una amenaza.

Por eso, la reacción ante Mounjaro no es solo escepticismo médico, sino una defensa de la jerarquía social del cuerpo. Si la delgadez deja de ser un privilegio difícil de alcanzar, ¿qué les queda a quienes la usaban como símbolo de estatus?

Es ahí donde se esconde el verdadero miedo.

No es que Mounjaro no funcione. Es que funciona demasiado bien.

Cuando el cuerpo cambia, la gente también cambia. No porque el cuerpo sea importante en sí mismo, sino porque el cuerpo es el reflejo de cómo distribuimos el valor y el reconocimiento en nuestra sociedad.

Perder peso con esfuerzo es admirable.
Perder peso sin esfuerzo es injusto.
Perder peso por enfermedad es un accidente.
Pero no perder peso es, para muchos, una prueba de falta de mérito.

Por eso, el debate sobre Mounjaro nunca ha sido solo sobre salud.
Es un debate sobre qué cuerpos merecen respeto.

Mounjaro no es hacer trampa, es entender la realidad

Desde que empecé a hablar de Mounjaro, he recibido comentarios de todo tipo.

«Eso es hacer trampa.»
«Es mejor cambiar hábitos de verdad.»
«Lo importante es aprender a comer bien.»

Siempre con el mismo tono de superioridad, con la misma idea subyacente: si no lo sufriste, no lo mereces.

Y yo pienso: ¿hacer trampa en qué?

¿En un sistema diseñado para que la mayoría gane peso?

Porque esa es la verdadera trampa.

La narrativa del esfuerzo individual en la pérdida de peso ignora un hecho fundamental: la obesidad no es solo una cuestión de voluntad.

El cuerpo humano tiene mecanismos biológicos diseñados para proteger el almacenamiento de grasa, regular el hambre y mantener el peso (Hall et al., 2012). La idea de que cualquier persona puede adelgazar con “fuerza de voluntad” ignora la complejidad del metabolismo, la influencia genética, el papel del entorno y los efectos de la privación calórica en el cerebro.

De hecho, estudios en neurociencia han demostrado que el hambre no es solo una sensación, sino una señal bioquímica que el cerebro prioriza sobre casi cualquier otra función (Lutter & Nestler, 2009). Pedirle a alguien que luche contra su propio cerebro es como pedirle que aguante la respiración para siempre.

Si la ciencia tiene herramientas para ayudarnos, ¿por qué seguimos creyendo que lo válido es sufrir?

¿Por qué nos han hecho creer que un medicamento que controla el hambre es “hacer trampa”, pero pasar hambre de manera constante es “hacerlo bien”?

¿Por qué hemos normalizado la idea de que la delgadez tiene que ser un castigo?

Si Mounjaro es hacer trampa, entonces la insulina también lo es

Nadie le dice a un diabético que regular su azúcar en sangre con insulina es “hacer trampa”.
Nadie le dice a alguien con depresión que tomar antidepresivos es “tomar el camino fácil”.
Nadie le dice a alguien con hipertensión que los betabloqueantes son “para los que no tienen fuerza de voluntad”.

Sin embargo, cuando se trata del peso, las reglas cambian.

¿Por qué?

Porque seguimos viendo el peso como un reflejo del carácter, como una manifestación visible de la disciplina o la falta de ella.

Pero la evidencia científica demuestra que la obesidad no es simplemente una cuestión de autocontrol (Friedman, 2004). Es un fenómeno complejo donde influyen la genética, la microbiota intestinal, las hormonas, el sueño, el estrés y el ambiente en el que vivimos.

Si la ciencia ha encontrado una forma de equilibrar ese sistema, ¿por qué nos resistimos?

¿Por qué seguimos defendiendo una narrativa de castigo cuando podemos ofrecer soluciones reales?

La verdadera trampa es el sistema que te hace sentir culpable

Mounjaro no es una trampa.
La trampa es el sistema que te hace creer que necesitas sufrir para merecer un cuerpo normativo.

La trampa es hacerte creer que si no puedes adelgazar con dieta y ejercicio, el problema eres tú, cuando el 95% de las personas que pierden peso con dieta lo recuperan en cinco años (Mann et al., 2007).

La trampa es una industria de la dieta que factura miles de millones vendiendo métodos que no funcionan a largo plazo.

La trampa es un sistema que hace que la mayoría fracase para que unos pocos puedan sentirse moralmente superiores.

Porque, en el fondo, ese es el verdadero miedo: si la delgadez es accesible, ya no sirve para diferenciar a unos de otros.

Si todo el mundo pudiera adelgazar sin esfuerzo, ¿qué pasaría con quienes han basado su identidad en haberlo conseguido?

Esa es la pregunta que nadie quiere hacerse.

Y esa es la razón por la que muchas personas rechazan Mounjaro.

No porque no funcione.
No porque no sea seguro.
Sino porque amenaza con derribar la idea de que hay que “merecer” la delgadez.

Y si la delgadez ya no es un reflejo del sacrificio, entonces el sacrificio deja de tener sentido.

Conclusión: No se trata de peso, se trata de poder

Mounjaro no es hacer trampa.
Mounjaro es una herramienta que cambia las reglas del juego.

La verdadera pregunta no es si Mounjaro funciona.
La verdadera pregunta es por qué nos incomoda que funcione.

Porque cuando el sufrimiento deja de ser la única vía hacia la delgadez,
cuando el hambre deja de ser una sentencia,
cuando el cuerpo deja de ser una cárcel,

el poder cambia de manos.

Y eso, para algunos, es demasiado difícil de aceptar.

Referencias:

Bourdieu, P. (1984). Distinction: A social critique of the judgement of taste. Harvard University Press.

Friedman, J. M. (2004). Modern science versus the stigma of obesity. Nature Medicine, 10(6), 563-569. https://doi.org/10.1038/nm0604-563

Hall, K. D., Heymsfield, S. B., Kemnitz, J. W., Klein, S., Schoeller, D. A., & Speakman, J. R. (2012). Energy balance and body weight regulation in humans. American Journal of Physiology-Endocrinology and Metabolism, 303(5), E699-E710. https://doi.org/10.1152/ajpendo.00361.2012

Jost, J. T., & Banaji, M. R. (1994). The role of stereotyping in system-justification and the production of false consciousness. British Journal of Social Psychology, 33(1), 1-27. https://doi.org/10.1111/j.2044-8309.1994.tb01008.x

Lutter, M., & Nestler, E. J. (2009). Homeostatic and hedonic signals interact in the regulation of food intake. Journal of Clinical Investigation, 119(10), 2850-2864. https://doi.org/10.1172/JCI39181

Mann, T., Tomiyama, A. J., Westling, E., Lew, A. M., Samuels, B., & Chatman, J. (2007). Medicare’s search for effective obesity treatments: Diets are not the answer. American Psychologist, 62(3), 220-233. https://doi.org/10.1037/0003-066X.62.3.220

Martin, E. (1987). The woman in the body: A cultural analysis of reproduction. Beacon Press. Rozin, P. (1999). The meaning of «natural» and «artificial»: An ideological battleground? Psychological Science, 10(4), 321-328. https://doi.org/10.1111/1467-9280.00162

Rozin, P. (1999). The meaning of «natural» and «artificial»: An ideological battleground? Psychological Science, 10(4), 321-328. https://doi.org/10.1111/1467-9280.00162