En una escena común en bares y restaurantes, una madre se sienta con su hijo y un grupo de amigos. Mientras los adultos disfrutan de sus bebidas, el niño se entretiene con una tablet. Algunos miran con desaprobación al niño y su dispositivo, pero nadie cuestiona el consumo de alcohol en su presencia. Este contraste resalta la hipocresía de una sociedad que critica el uso de tecnología infantil mientras normaliza la exposición de menores a ambientes donde se consume alcohol.
A medida que la velada avanza, uno de los amigos de la madre lanza una mirada desaprobatoria al niño, con la tablet en sus manos. «¿No crees que es demasiado? Un niño tan pequeño con una pantalla todo el rato», murmura, como si el simple hecho de que el niño estuviera frente a una pantalla fuera algo completamente fuera de lugar. Nadie se atreve a decir nada más, pero el juicio está claro.
Sin embargo, ese mismo amigo no dice una palabra sobre el hecho de que el niño esté rodeado de adultos que consumen alcohol, algo que podría ser igualmente problemático. Los padres y adultos continúan bebiendo, sin cuestionarse el ambiente en el que el niño se encuentra, mientras la tablet sigue siendo vista como la gran amenaza.
Nueva Legislación: Prohibición del Consumo de Alcohol en Lugares con Menores
Hoy, el Consejo de Ministros ha aprobado un proyecto de ley que prohíbe el consumo y la venta de alcohol en centros educativos, deportivos y de ocio con presencia mayoritaria de menores. Además, se veta la publicidad y patrocinio de bebidas alcohólicas a menos de 150 metros de lugares frecuentados por ellos.
La ministra de Sanidad, Mónica García, destacó la necesidad de proteger a los jóvenes de los efectos negativos del alcohol, recordando que no existe una cantidad segura de consumo.
El Juicio Moralista hacia las Pantallas
En nuestra sociedad actual, el uso de la tecnología por parte de los niños está plagado de juicios morales. Desde que los primeros dispositivos electrónicos llegaron a los hogares, comenzaron a proliferar las voces que advierten sobre los peligros de la exposición a las pantallas. El mensaje es claro: las pantallas son malas, promueven la pasividad, separan a los niños de las interacciones sociales reales y, por encima de todo, corrompen sus mentes. Las alertas sobre el uso excesivo de tablets y teléfonos móviles se multiplican, y en muchos círculos se considera una “mala crianza” dejar que los niños se entretengan con tecnología durante más de unos minutos al día.
Sin embargo, este juicio sobre las pantallas se da por sentado, sin un análisis profundo de lo que realmente implica. Nos preocupan las horas que los niños pasan mirando una tablet, pero rara vez nos detenemos a reflexionar sobre los contextos en los que se les permite crecer. De hecho, es más fácil emitir un juicio sobre lo visible, lo que es de fácil acceso para todos, que cuestionar aspectos más profundos de la vida cotidiana que pueden tener un impacto mucho mayor en los niños.
El Alcohol: Un Comportamiento Normalizado y Aceptado
En contraste con la condena que recae sobre las pantallas, el consumo de alcohol en espacios públicos o en presencia de niños es algo que pasa desapercibido. El mismo niño que está jugando con la tablet en la mesa rodeado de adultos, también está expuesto al ambiente social del bar, donde el alcohol fluye libremente entre las conversaciones. Es algo que, en la mayoría de los casos, nadie cuestiona.
El alcohol, a pesar de ser una sustancia que puede tener efectos nocivos para la salud, sigue siendo aceptado como parte integral de la vida social. Nadie parece preocuparse por el impacto que puede tener en la percepción de los niños sobre el consumo de alcohol, o sobre la normalización de un comportamiento que, a largo plazo, podría afectarles de maneras profundas. Mientras tanto, el uso de una tablet se convierte en un tema de conversación, una preocupación constante para los padres, y un terreno fértil para el juicio social.
El Doble Rasero de la Sociedad: Culpabilidad Selectiva
Esta diferencia en la percepción de las pantallas y el alcohol refleja un claro doble rasero en nuestra sociedad. Las pantallas se han convertido en el chivo expiatorio de nuestros miedos, mientras que el alcohol, con todos los problemas que genera, sigue siendo tratado como algo inofensivo, casi necesario para socializar. Hay una desconexión profunda entre lo que realmente puede influir en el desarrollo de los niños y lo que la sociedad decide etiquetar como “problemático”.
Este juicio moralista se basa en estereotipos y prejuicios, más que en un análisis consciente y racional de lo que es verdaderamente dañino. Es más fácil culpar a las pantallas porque son algo nuevo y desconocido, mientras que el alcohol, una tradición en muchas culturas, pasa desapercibido a pesar de sus efectos potencialmente destructivos.
El Impacto Psicológico de las Normas Selectivas
Los niños, en este contexto, reciben mensajes contradictorios. Se les dice que las pantallas son malas para su desarrollo, pero no se cuestiona el entorno en el que crecen, rodeados de adultos que consumen alcohol en su presencia. Este doble mensaje es confuso: por un lado, los adultos se alarman por los efectos de las pantallas, pero por otro, consideran normal exponer a los niños a un ambiente donde se consumen sustancias que afectan el comportamiento y las emociones.
Este enfoque selectivo en la crianza de los niños también tiene consecuencias psicológicas. Los niños aprenden desde pequeños que algunas cosas son malas, mientras que otras, como el consumo de alcohol, son socialmente aceptables, incluso si son igualmente perjudiciales para su bienestar. De este modo, se normalizan ciertos comportamientos, mientras que se demonizan otros sin una razón lógica o fundamentada.
Sociología y Psicología: La Construcción de los Juicios Sociales
Desde una perspectiva sociológica, los juicios morales sobre las pantallas y el alcohol reflejan normas y valores que han sido construidos a lo largo del tiempo. La tecnología es vista como una amenaza moderna, mientras que el alcohol es un elemento arraigado en las tradiciones sociales. Pierre Bourdieu hablaría de un «habitus» en el que ciertas prácticas son normalizadas, mientras que otras son objeto de sanciones simbólicas. La tecnología, al ser un fenómeno reciente, se percibe con desconfianza, mientras que el alcohol ha sido aceptado durante siglos.
Desde la psicología, la teoría del aprendizaje social de Bandura sugiere que los niños aprenden observando a los adultos. Si ven que el alcohol es parte de la socialización, internalizan su consumo como algo natural. En cambio, la tecnología, al ser utilizada individualmente, se asocia con el aislamiento y la pérdida de conexión humana. Este sesgo cognitivo impide analizar el problema desde una perspectiva más equilibrada, donde se considere tanto el contexto como la funcionalidad de cada elemento en la vida del niño.
Que Arda el Circo
Es hora de dejar de juzgar a los padres por usar herramientas que la sociedad misma ha puesto a su disposición. Es hora de mirar más allá de la tablet y preguntarnos: ¿qué clase de mundo estamos construyendo para nuestros hijos? Si de verdad nos preocupan los niños, dejemos de señalarlos por usar tecnología y empecemos a cuestionar los hábitos que realmente los impactan.
Los niños crecen en un mundo lleno de contradicciones, donde se condena lo obvio mientras se glorifica lo verdaderamente dañino. Se les dice que las pantallas los aíslan, pero se les arrastra a reuniones familiares y eventos sociales donde los adultos apenas interactúan con ellos, más interesados en sus propios dramas y conversaciones de sobremesa interminables. Aprenden a estar presentes, pero no a ser escuchados. Se espera que sean pacientes, aunque nadie les presta verdadera atención.
Desde pequeños, observan cómo el consumo de alcohol es parte de cada celebración, cada encuentro y cada momento de relajación. Ven a sus padres brindar por todo y por nada, mientras se les prohíbe tomar refrescos porque son «malos para la salud». Entienden que el alcohol es la manera adulta de desconectarse, de aliviar tensiones, de socializar. Nadie les dice que es peligroso, porque la fiesta nunca es peligrosa cuando la disfrutan los adultos.
El estrés y la sobrecarga de actividades también están en la base de su educación. No tienen tiempo libre, porque cada minuto debe estar optimizado. Clases extraescolares, deportes, deberes interminables. Se les inculca la necesidad de ser productivos, de no perder el tiempo, de cumplir con expectativas que no son suyas. Descansar, aburrirse, jugar sin propósito, se convierte en un lujo que pocos pueden permitirse.
La competencia y la comparación están integradas en su vida desde la infancia. Se les mide en función de sus calificaciones, de sus habilidades deportivas, de su capacidad de adaptación. Se les enseña a ganar, pero no a disfrutar del proceso. Aprenden que el valor personal depende del reconocimiento externo, y que fracasar no es parte del aprendizaje, sino una vergüenza.
El amor condicionado es otra lección temprana. «Si te portas bien, te premiamos». «Si sacas buenas notas, te queremos más». No se expresa así de manera directa, pero el mensaje se filtra en cada gesto, en cada reacción de decepción o orgullo desmedido. Crecen creyendo que deben merecer el cariño, en lugar de recibirlo de manera incondicional.
La desconexión emocional de los adultos también deja huella. Padres que no saben gestionar su propio estrés y descargan su frustración en gritos, castigos sin lógica o indiferencia emocional. Se habla mucho de inteligencia emocional, pero pocos adultos la practican. Se les exige a los niños que controlen sus rabietas, que gestionen su tristeza, que no hagan «dramas», mientras los mayores pierden los nervios por nimiedades y evaden cualquier conversación profunda.
Y, por supuesto, la idealización del sacrificio. Se les enseña que el esfuerzo lo es todo, que hay que aguantar, que el descanso es para los débiles. Aprenden que la vida se basa en trabajar duro, en aguantar sin quejarse, en conformarse con lo que hay. Crecen con la sensación de que buscar el bienestar propio es egoísta, y que poner límites es ser un mal hijo, un mal amigo, un mal estudiante.
Así se moldea a los niños en una sociedad que dice preocuparse por su bienestar, pero que en realidad solo busca que encajen en un molde preestablecido. Se demonizan las pantallas porque son una distracción visible, pero nadie quiere hablar de las verdaderas grietas en la crianza, esas que están tan normalizadas que ya ni siquiera se ven.
Pero claro, eso sería demasiado incómodo. Mejor seguimos con la copa en la mano mientras criticamos a la madre que le dio la tablet a su hijo para poder disfrutar, aunque sea por un momento, de una conversación adulta.