Una investigación que nace de mi propio cuerpo y mi propio caos
Han pasado 100 días desde que empecé el tratamiento con Mounjaro, y desde el primer pinchazo supe que no era solo una experiencia médica o corporal, sino un acontecimiento vital que cruzaba lo personal, lo colectivo, lo político y lo pedagógico. Como investigadora y estudiante del máster en investigación educativa, decidí que esta vivencia no podía quedar encerrada en la esfera de lo privado. Desde el principio lo enfoqué como una investigación autoetnográfica, en la que yo misma me convierto en campo, en sujeto, en objeto y en relato.
La autoetnografía no es fácil. No es solo escribir sobre una misma, es hacerlo con mirada crítica, con distancia reflexiva, pero también con vulnerabilidad. Es una forma de hacer ciencia desde la vida vivida, desde la incomodidad, desde la exposición. Lo que estoy intentando hacer en estos meses es contar cómo aprendemos, cómo compartimos y cómo nos sostenemos entre personas que usamos Mounjaro, especialmente en los márgenes de la medicina oficial, en esos espacios informales de WhatsApp, Telegram o TikTok donde la pedagogía ocurre sin que nadie la planifique.
Transparencia radical desde el día uno
Desde el primer día he sido honesta. En TikTok, en Instagram, en los grupos en los que he participado, y en mi propia web, he dejado claro que estoy realizando una investigación. No me he ocultado ni me he hecho pasar por lo que no soy. He mostrado mi cara, mi cuerpo, mi evolución, mis miedos y mis dudas. No para obtener más likes, sino porque creo en una forma de investigar que no se esconde, que no parasita los espacios, que pide permiso y que devuelve.
Mi intención siempre ha sido que las personas que comparten conmigo estos espacios digitales pudieran ver quién soy, qué hago y por qué. Que supieran que esta no es una investigación extractivista, sino participativa y situada. Me he expuesto para que me abrieran las puertas de sus casas digitales. Algunas se abrieron. Otras, se cerraron en mi cara.
El cuerpo como campo de batalla y los grupos como trincheras
He participado activamente en varios grupos de WhatsApp y Telegram, además de mantener una presencia constante en redes sociales. Estos espacios han sido tanto fuente de datos como lugares de conflicto, de apoyo, de aprendizaje y de contradicción. A veces han sido refugio. Otras veces, trinchera.
Mi objetivo era observar cómo se genera conocimiento entre iguales, cómo las personas construyen saberes compartidos sobre un tratamiento médico complejo y, muchas veces, mal entendido. Pero también llegué ahí intentando enfrentar una de mis heridas más antiguas: la ansiedad social. Pensé que participar en comunidades digitales podría ayudarme a sentirme más conectada, más validada, más tranquila.
No funcionó. Si algo he aprendido en estos 100 días es que mostrarte no siempre te sana. A veces te rompe más. A veces te deja más sola. Pero también te coloca frente a lo real: los afectos, los choques, las redes que se tejen y se deshacen.
Y de repente… Telecinco

Una tarde estaba en la piscina y mi cara estaba en Telecinco. Un reportaje sobre Mounjaro, la ineficacia de una nueva pastilla y otros asuntos alarmistas, encabezado con mi vídeo contando que había comprado Mounjaro en Gibraltar. Me quedé helada. No conocía a la asociación ANATO, que aparecía como fuente principal del reportaje. No sabía que iban a usar mi contenido. No entendía cómo algo tan cotidiano como contar mi experiencia personal se había transformado en una pieza de programa amarillista.
La noche antes de este reportaje, hablé con el presidente de ANATO. Le escribí porque quería acceder también a sus comunidades, esta vez de forma formal, explicándole mi investigación. Me respondió con cortesía, pero también con cansancio. Me dijo que tras ese programa, había recibido amenazas. En ese momento me di cuenta de que esta investigación no solo me expone a mí. Que cuando una se muestra, puede arrastrar a otras personas sin quererlo.
Y sin embargo, me reí. Porque hay algo profundamente absurdo en todo esto. Llevo meses analizando interacciones digitales, y acabo formando parte de una narrativa mediática sobre temas amarillistas sobre fármacos, aunque solo fuera para ellos un recurso de Internet, a saber ¿Cómo encajo esto en mi investigación? Aún no lo sé. Pero va a estar.
Autoetnografía: solo me expone a mí
Insisto: esta investigación no busca exponer a nadie más. La autoetnografía es una metodología que parte de la exposición de la investigadora. Lo que relato, lo que documento, lo que analizo… soy yo. Mis experiencias. Mis interacciones. Mis pensamientos.
No voy a publicar mensajes privados. No voy a reproducir conversaciones de grupo. No voy a identificar a nadie. No me interesa eso. Me interesa entender cómo nos educamos entre nosotras, cómo aprendemos sin querer, cómo el saber se construye en comunidad. Pero ese conocimiento puede y debe recogerse sin traicionar la intimidad de nadie. Esa es mi línea roja.
100 días, 18 kilos y mucha menos salud mental
En estos 100 días he bajado 18 kilos. Mounjaro ha hecho su parte, claro, pero también el ejercicio, el cambio de alimentación, la disciplina, las renuncias. Lo cuento porque el cuerpo es parte de esta investigación. Porque mi cuerpo ha cambiado. Porque he ido documentando cada etapa con honestidad. Pero no ha sido un proceso triunfal.
He llegado hasta aquí viva pero agotada. Mi salud mental se ha resentido. Participar activamente en estos espacios, enfrentarte a conflictos, gestionar malentendidos, lidiar con la exposición… pasa factura. Es un proceso emocionante, sí. Pero también drenante. He tenido que apagar notificaciones, retirarme de grupos, dejar de responder comentarios. Porque esto también era parte de la autoetnografía: reconocer los límites.
Partía de una situación de ansiedad que creía tener más controlada y que supongo que intenté poner a prueba. Partí del principio de exposición al miedo y no me funcionó para tener menos ansiedad, sino más. Me lancé a esta investigación convencida de que, al ser transparente y mostrar quién soy, podría avanzar sin grandes conflictos. Pero la realidad fue muy distinta. La exposición fue mayor de la que imaginaba, los juicios llegaron desde lugares inesperados, y el acoso también apareció. Sufro ansiedad desde hace años, y mi afán por perseguir este sueño investigativo me llevó, sin quererlo, a enfrentarme a una presión emocional que me dejó peor de lo que estaba. Lo que pensé que me ayudaría a curar algunas heridas, terminó abriéndome otras nuevas.
De verdad intenté salir de mi estilo evitativo. Quise romper ese patrón que me ha acompañado durante años, ese impulso de alejarme, de no pertenecer, de mirar desde fuera. Quise estar, participar, hablar, mostrarme. Lo hice con esperanza, con entrega, incluso con ilusión. Pero estoy mucho peor. Porque estar presente, mostrarse, exponerse, cuando tu sistema nervioso está marcado por la desconfianza y el miedo, no es liberador: es una lucha constante. Y duele más cuando, al final, una siente que hizo todo eso para volver al mismo lugar de siempre, pero más cansada y más rota.
Puentes, roces y un futuro incierto
Estoy rota. No un poco. No poéticamente. Rota de verdad. Hacer esta investigación fue mi forma de intentar pegarme los trozos. Quería entender, reconstruirme, recuperar mi voz y mi lugar en el mundo. Este proceso fue mi herramienta, mi camino, mi forma de seguir viva. He intentado sanarme desde la palabra, desde el pensamiento crítico, desde el compartir con otras personas que también están atravesadas por el cuerpo y por el juicio. Y, sin embargo, estoy peor. Más vacía. Más dolida. Más confundida. Sigo escribiendo porque aún creo que hay algo que merece ser contado. Pero ya no desde la esperanza de quien quiere curarse, sino desde la honestidad de quien apenas está pudiendo sostenerse.
No todo ha sido malo. También he tendido puentes. También he conocido personas maravillosas. También he recibido mensajes de agradecimiento, de cariño, de complicidad. Pero como suele pasar cuando una se muestra sin filtros, he tenido muchos roces con mucha gente. Algunos los he entendido. Otros, no. He intentado mantener el respeto. No siempre lo he conseguido.
Ahora estoy en un punto de inflexión. Necesito parar. Respirar. Repensar. No sé exactamente cómo continuar con la investigación. Tengo claro que no la abandono, pero sí que necesito recalibrar mi lugar en ella, protegerme un poco más, recuperar el sentido y el deseo.
Porque esto sigue. Pero ahora, con más cuidado. Y con menos prisa.
Gracias por leer.
— Eva González Mariscal